Una vez más trató de componer la imagen de esa mancha rosa que cada mañana, sin poder distinguir, veía a través del cristal empañado de la ventana del bar. Apoyó sobre la mesa la taza del desayuno que, esa madrugada, se permitía. Olvidó la dieta, la panza chata; olvidó el mito: “lácteos ya no” y tantas otras ideas que, cada vez más rápido, derrumba o aclara la ciencia. Aflojó los hombros, el gesto, la prisa y respiró.
Cuántas veces se había quedado con ganas de volver a probar ese sabor a chocolate en barra, calentito, de la casa de la abuela. Disolver los sabores e identificarlos era parte de un juego. En el lúdico desafío de física, química y hasta metafísica –según la compañía o la época- transitaba la adrenalina que le activaba el organismo y conseguía, en el momento de liberarse, acercarla a la grata sensación de sentirse viva y valiente.
Después de tantos días de inestabilidad escondidos debajo del traje de mamá superpoderosa, con urgencia sentía la necesidad de volver al momento del encuentro con sus recuerdos, a ese instante del éxtasis de ese juego, que le Infundía una predisposición mayor a enfrentarse a situaciones de riesgo.
En la difuminada mancha rosa, que a lo lejos veía como un código enigmático desconocido que no podía descifrar, nuevamente, perdía la vista y desplegaba sus mejores memorias: el espeso monte se teñía de una amplia gama de tonos rosa lapacho y el submarino regresaba derritiéndose lentamente. La barrita de chocolate se sumergía bajo la burbujeante espuma de leche, sin que el líquido, tan natural, impecable y blanco pudiera darse cuenta que poco a poco se producía un cambio físico en su materia, en su estructura de “leche pura, recién ordeñada” para transformarse en el más delicioso submarino de vacaciones de invierno, en Cerro Azul. La síntesis de la metamorfosis, tal como la transformación que experimentan algunos seres en su desarrollo biológico y que afecta no solo a su forma sino también a sus funciones y su modo de vida. Así el tiempo, imposible de detener, la transformaba a ella. En una desahogada exhalación sintió por un instante el volver a vivir, la alquimia perfecta, la transición de la vida.
Su estoica actitud y compostura por momentos flaqueaba y era allí, en esa taza de chocolate, donde en este momento reflotaba sus alegrías y sumergía sus angustias.
Al girar la cuchara notó que la barra de chocolate estaba casi completamente derretida, hundió con urgencia la pequeña herramienta intentando rescatar los restos del submarino en el que ahora se sentía naufragar. Aturdida recordó un zumbido de diálogos, parecían todavía tan cercanos, que podía sentir que escalaban su columna vertebral para estallar, una vez más, en sus oídos:
– Hola ma.
– ¡Franca, mi vida! que temprano volviste.
– No hubo clases. ¡Por suerte! Porque estoy muy cansada.
– ¿Otra vez, hija? Recién son las 10 de la mañana. Anoche dormiste temprano. ¡¿Qué pasa nena, qué te preocupa?!
– Sí, dormí temprano y después me desperté varias veces. Sentía mucha molestia en las costillas. Bueno, no sé si es en las costillas, es acá -dijo presionándose con suavidad el costado izquierdo, entre la axila y el pecho – Me duele y está un poco hinchado. Fijate aquí, ¿sentís, ma? Está colorada esa parte y el pezón también se ve raro. ¿Qué es esto mami? Me duele aquí, adentro.
¡Cómo explicarle a mi niña lo que yo misma no entiendo! Si creyera, si confiara, si tuviera esperanza… Si fuera una historia ajena o no fuera cierto. ¡Todo sería mejor, si no fuera cierto!
Lágrimas de hiel recorrieron sus mejillas. Cayeron hundiéndose amalgamadas a los restos de la barra de chocolate. Las vio irse y se preguntó:
“Si pudiera guardar en un eterno presente y para siempre el calor de tu abrazo, cada segundo de tus dieciséis años… y esas ganas de reconstruir el mundo. Si por fin soltara el miedo que corroe mis nervios, el desasosiego que siento al pensarte un día lejos. Si pudiera hija, detendría el tiempo y no puedo. Algunas noches sueño que de verdad el tiempo vuela y corro intentando pararlo, pero me gana, se escurre en mis manos. El universo se ha vuelto tan oscuro y el abismo no acaba. Vivimos en una carrera por ganarle a este atroz y desgraciado… ¡Por Dios no puedo, ni quiero nombrarlo! Amanece un lunes y aún desolada, sintiéndome inútil, sin poder hacer nada ante los efectos que te ha dejado la última quimio y todo comienza de nuevo. ¡Y vos!, vos con ánimo agradecés mis abrazos. ¡Oh Dios!, te ruego que los besos y abrazos de madre sean sanadores y puedan atrapar el silencioso miedo antes de que la alcance”.
Una vuelta casi en cámara lenta, dada por inercia a la cuchara, tocó en el fondo de la taza un fragmento sumergido de la barra de chocolate aún sin disolver. Como despertándose del sopor, negándose a sucumbir a la transmutación que lo disolvía y lo transformaba, esta vez aferrado aún a los últimos vestigios de su existencia se desprendió del fondo y flotó buscando la orilla de la taza. Con cuidado, Emilia levantó el pequeño trozo que se resistía al naufragio. Lo miró con simpatía, esbozó una sonrisa y en la imagen volvió a verse con su niña en el diálogo de un momento atrás:
-Vamos, ma. Caminemos. Si las escaleras son altas, las subimos despacio. ¡Te diste cuenta, ma! Esta es la anteúltima quimio, casi terminamos. Como dice la abuela: ¡somos reguapas! Hoy me desperté con muchas más fuerzas. Siento tantas ganas… Viste que la cicatriz ahora solo parece mi cintita rosa, creo que se está borrando.
– Es cierto mi vida, está más clarita.
– Anoche Nereida, la doctora, me contó que comienzan las inscripciones en la facu. ¿Qué te parece si cuando volvemos a casa me ayudas?, organizamos esos mil papeles que piden y en la semana vamos a secretaría a entregarlos.
– ¡Woow! ¿Que, qué me parece? Una gran decisión.
– Sabés, esa doctora, a la que yo le digo Hada, dice que los abrazos de las mamis son un: sana sana. Se quedó un rato y estuvimos charlando. Me dio tantas ganas de acabar con esto. Creo que estamos ganando.
-Franca, voy a la capilla y después desayuno en el barcito de abajo.
Levantó la vista de la taza, limpió con una servilleta el vidrio empañado de la ventana. Volvió a pensar en los tonos lapacho. Sus ojos se posaron en un punto fijo, sobre la gran puerta de vidrio de la clínica de la vereda de enfrente, en ese instante descubrió que la mancha, donde cada mañana perdía la vista, era el lazo rosa que simbólicamente envolvía sus pesares y sus esperanzas. Detrás de esa puerta, dentro de esa clínica, casi dos años atrás había comenzado la batalla. A través del cristal del bar vio mucha gente cruzando la calle vestida de prisas, rectas figuras sin brillo de sol en los ojos, sin sonrisas alegres, sin saber que están vivos marchando muy concentrados, envueltos en apuro. Como en un gran espejo se descubrió en todos ellos, en sus días tristes sin ver un mañana. El tibio silencio que la cobijaba acercó un presente ahora más claro y ya en calma pensó: “a la pucha, cuánta razón tiene ¿Quién será el hada que le habla en secreto?, de dónde salió esta chiquita tan segura que ante mi oculta zozobra decía: y por qué no yo. Y por qué no a mí ¡Si esto a cualquiera le pasa! Tan vivas se oían sus palabras: ¿por qué a mí no, o a vos no y a otras sí? -Esas cosas que dicen los hijos que nos dejan callados”.
Allí dejó la prisa, dejó también la angustia, el miedo a perderla, una larga guerra con sabor a fracaso. A la capilla del hospital le entregó sus lágrimas, tantas plegarias y aprendió. Sí que aprendió: entre tantos doctores, punciones, biopsias, frascos de pastillas, cirujanos, recorrer pasillos, ruidos de ambulancias y muchas respuestas que como en juegos de enigmas, una vez que las ves, aparecen tan claras. Abrazó sus miedos, terminó el submarino, se envolvió en el lazo rosa, que su niña llevaba confiada desde las primeras horas en que diagnosticaron: cáncer de mama. Ella, aterrada, temblaba. Lejana oía una voz que a su pequeña le hablaba: “tranquila, querida. Hoy el cáncer de mama, detectado a tiempo, se cura. Sé fuerte. Ayudame. Vamos a curarte”.
Paloma del Cedro.
Cuento con reconocimiento a su participación en el Concurso La Letra Rosa – #concientizacion #cancerdemama